miércoles, 6 de mayo de 2009

La Lógica y su Historia

La lógica y su historia
Tradicionalmente se ha dicho que la lógica se ocupa del estudio del razonamiento. Esto hoy en día puede considerarse desbordado por la enorme extensión y diversidad que ha alcanzado esta disciplina, pero puede servirnos como primera aproximación a su contenido.
Un matemático competente distingue sin dificultad una demostración correcta de una incorrecta, o mejor dicho, una demostración de otra cosa que aparenta serlo pero que no lo es. Sin embargo, no le preguntéis qué es lo que entiende por demostración, pues —a menos que además sepa lógica— no os sabrá responder, ni falta que le hace. El matemático se las arregla para reconocer la validez de un argumento o sus defectos posibles de una forma improvisada pero, al menos en principio, de total fiabilidad. No necesita para su tarea contar con un concepto preciso de demostración. Eso es en cambio lo que ocupa al lógico: El matemático demuestra, el lógico estudia lo que hace el matemático cuando demuestra.
Aquí se vuelve obligada la pregunta de hasta qué punto tiene esto interés y hasta qué punto es una pérdida de tiempo. Hemos dicho que el matemático se las arregla solo sin necesidad de que nadie le vigile los pasos, pero entonces, ¿qué hace ahí el lógico? Posiblemente la mejor forma de justificar el estudio de la lógica sea dar una visión, aunque breve, de las causas históricas que han dado a la lógica actual tal grado de prosperidad.
En el sentido más general de la palabra, el estudio de la lógica se remonta al siglo IV a.C, cuando Aristóteles la puso a la cabeza de su sistema filosófico como materia indispensable para cualquier otra ciencia. La lógica aristotélica era bastante rígida y estrecha de miras, pero con todo pervivió casi inalterada, paralelamente al resto de su doctrina, hasta el siglo XVI. A partir de aquí, mientras su física fue sustituida por la nueva física de Galileo y Newton, la lógica simplemente fue ignorada. Se mantuvo, pero en manos de filósofos y en parte de los matemáticos con inclinaciones filosóficas, aunque sin jugar ningún papel relevante en el desarrollo de las ciencias. Leibniz le dio cierto impulso, pero sin abandonar una postura conservadora. A principios del siglo XIX, los trabajos de Boole y algunos otros empezaron a relacionarla más directamente con la matemática, pero sin obtener nada que la hiciera especialmente relevante (aunque los trabajos de Boole cobraran importancia más tarde por motivos quizá distintos de los que él mismo tenía in mente).
Así pues, tenemos que, hasta mediados del siglo XIX, la lógica era poco más que una curiosidad que interesaba a quienes sentían alguna inquietud por la filosofía de la matemática o del pensamiento en general. La lógica como hoy la entendemos surgió básicamente con los trabajos de Prege y Peano. En principio éstos eran, al igual que los anteriores, nuevos ensayos sobre el razonamiento, si bien más complejos y ambiciosos. Lo que les dio importancia fue que no aparecieron como productos de mentes inquietas, sino como culminación del proceso de formalización que la matemática venía experimentando desde los tiempos de Newton y Leibniz.
En efecto, el cálculo infinitesimal que éstos trazaron con tanta imaginación y que después desarrollaron Cauchy, Gauss y otros, tuvo que ser precisado a medida que se manejaban conceptos más generales y abstractos. Dedekind, Riemann, Weierstrass, fueron sistematizando la matemática hasta el punto de dejarla construida esencialmente a partir de los números naturales y de las propiedades elementales sobre los conjuntos. La obra de Frege y de Peano pretendía ser el último eslabón de esta cadena. Trataron de dar reglas precisas que determinaran completamente la labor del matemático, explicitando los puntos de partida que había que suponer así como los métodos usados para deducir nuevos resultados a partir de ellos.
Si sólo fuera por esto, probablemente este trabajo habría acabado como una curiosidad de presencia obligada en las primeras páginas de cada libro introductorio a la matemática y que continuaría interesando tan sólo a los matemáticos con inclinaciones filosóficas. Pero sucedieron hechos que confirmaron la necesidad de la lógica como herramienta matemática. A finales del siglo XIX, Georg Cantor creó y desarrolló la parte más general y más abstracta de la matemática moderna: la teoría de conjuntos. No pasó mucho tiempo sin que el propio Cantor, junto con otros muchos, descubriera descaradas contradicciones en la teoría, es decir, se obtenían demostraciones de ciertos hechos y de sus contrarios, pero de tal forma que burlaban el ojo crítico del matemático, tan de fiar hasta entonces. Se obtenían pares de pruebas de forma que cada una por separado parecía irreprochable pero que ambas juntas eran inadmisibles.
El ejemplo más simple de estos resultados fue descubierto por Bertrand Russell al despojar de contenido matemático a otro debido a Cantor: En la teoría cantoriana se puede hablar de cualquier conjunto de objetos con tal de que se especifiquen sus elementos sin ambigüedad alguna. En particular podemos considerar el conjunto R cuyos elementos son exactamente aquellos conjuntos que no son elementos de sí mismos. Es fácil ver que si R es un elemento de sí mismo, entonces por definición no debería serlo, y viceversa. En definitiva resulta que R no puede ni pertenecerse como elemento ni no hacerlo. Esto contradice a la lógica más elemental.
El lector puede pensar que esto es una tontería y que basta no preocuparse de estas cosas para librarnos de tales problemas, sin embargo sucede que contradicciones similares surgen continuamente en la teoría pero afectando a conjuntos no tan artificiales y rebuscados como pueda parecer el conjunto R, sino a otros que aparecen de forma natural al trabajar en la materia. En cualquier caso estos hechos mostraban que el criterio que confiadamente han venido usando desde siempre los matemáticos no es inmune a errores difíciles —por no decir imposibles— de detectar, al menos al enfrentarse a la teoría de conjuntos.
La primera muestra de la importancia de la lógica fue un estrepitoso fracaso. Frege había creado (tras mucho tiempo de cuidadosa reflexión) un sistema que pretendía regular todo el razonamiento matemático, de manera que cualquier resultado que un matemático pudiera demostrar, debería poder demostrarse siguiendo las reglas que con tanto detalle había descrito. Russell observó que la paradoja antes citada podía probarse en el sistema de Frege y que, a consecuencia de esto, cualquier afirmación, fuera la que fuera, podía ser demostrada según estas reglas, que se volvían, por tanto, completamente inútiles.
Este desastre, no obstante, mostraba que la laboriosa tarea de Frege no era en modo alguno trivial, y urgía encontrar una sustituía a su fallida teoría. Con el tiempo surgieron varias opciones. La primera fueron los Principia Mathematica de Whitehead y Russell, de una terrible complejidad lógica, a la que siguieron muchas teorías bastante más simples aunque quizá menos naturales. Destacan entre ellas las teorías de conjuntos de Zermelo-Fraenkel (ZF) y de von Neumann-Bernays-Gódel (NBG). Ambas constan de unos principios básicos (axiomas) y unas reglas precisas de demostración que permiten deducir de ellos todos los teoremas matemáticos y —hasta donde hoy se sabe— ninguna contradicción.
De esta forma la lógica ha probado ser indispensable a la hora de trabajar en teoría de conjuntos, hasta el punto de que es inconcebible el estudio de ésta sin un buen conocimiento de aquélla.
El contenido de la lógica matemática En el apartado anterior hemos mostrado una de las funciones principales de la lógica matemática: servir de fundamento al razonamiento matemático, evitando ambigüedades y contradicciones mediante la determinación absolutamente precisa y rigurosa de lo que es un razonamiento matemático válido. Pero cuando la necesidad obliga al estudio de un determinado campo, el esfuerzo pronto es premiado con nuevos resultados inesperados:
Si uno tiene paciencia o un libro de geometría a mano, puede coger una regla y un compás y dibujar un pentágono regular. Si ahora prueba suerte con un heptágono no encontrará ningún libro de ayuda y la paciencia servirá de muy poco. Puede probarse que es imposible construir un heptágono regular sin más ayuda que una regla (no graduada) y un compás, pero, para demostrarlo no basta con coger una regla y un compás y terminar no construyéndolo. Es necesario reflexionar sobre qué es construir con regla y compás, dar una definición precisa, comprobar que ésta se corresponde con lo que usualmente se entiende por construir con regla y compás y, finalmente, ver que eso es imposible para el caso del heptágono regular.
Igualmente, el tener una noción precisa de demostración nos permite comprender y resolver problemas que de otro modo serían inabordables: cuando un matemático hace una conjetura, puede meditar sobre ella y, si tiene suerte, la demostrará o la refutará. Pero también puede ser que no tenga suerte y no consiga ni lo uno ni lo otro. Esto último puede significar dos cosas: que no es lo suficientemente buen matemático o que pretendía un imposible. Cantor llegó a la locura en gran parte por la frustración que le producía el no lograr decidir la verdad o falsedad de una de sus conjeturas, la llamada hipótesis del continuo. Con ayuda de la nueva lógica se ha probado que ésta no puede probarse ni refutarse, y no se trata de un caso aislado. Sucede que estas afirmaciones no surgen sólo en teoría de conjuntos, donde son el pan de cada día, sino que son también abundantes en el análisis y la topología, incluso hay casos en álgebra. Por ello el matemático necesita en ocasiones de la lógica para determinar sus propias posibilidades y limitaciones. El establecer este tipo de resultados de independencia es una de las partes más importantes de la lógica aplicada a la teoría de conjuntos.
Por otra parte, toda teoría suficientemente rica contiene resultados de interés interno, en sí mismo. La lógica moderna, principalmente de la mano de Gódel, ha obtenido resultados sorprendentes e interesantísimos que nos permiten comprender mejor la capacidad y las limitaciones del razonamiento humano, resultados que justifican por sí solos el estudio de la lógica. Por ejemplo: ¿Puede un matemático probar que 2 + 2 = 5? El lector que responda: “Claramente no”, o “No, porque es mentira”, o “No, porque 2 + 2 = 4”, o similares, no tiene claros ciertos conceptos lógicos. Está claro que un matemático puede demostrar que 2+2 = 4, más aún, está claro que 2+2 = 4, pero el problema es que la existencia de una demostración de que 2 + 2 = 5 o incluso de la falsedad de que 2 + 2 = 5 no aportan la menor garantía de que no pueda traer alguien unos cuantos folios escritos según las “costumbres” de razonamiento de los matemáticos, aun cumpliendo todas las condiciones que estipulan los lógicos, pero que termine con la conclusión 2 + 2 = 5. ¿Por qué no puede ser? No es un problema evidente, hasta el punto de que puede probarse —como consecuencia del llamado segundo teorema de incompletitud de Gódel— que es imposible garantizar que no exista tal catastrófica prueba. Lo demostraremos en su momento.